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Barón, al rojo vivo, 25 años después

25 años después de dos días míticos, de aquellos conciertos que llevaron demostraron a nuestro país que Barón Rojo era la banda de rock más importante de España, volvemos a tener la posibilidad de revivir un sueño. Esta vez no es en el mítico Pabellón del Real Madrid, sino en la sala La Riviera, pero la emoción que se siente es similar a la de aquellos tiempos pretéritos.

Cientos de personas, mayores y jóvenes, vestidos de cuero o pantalones de pinzas, cargados con balas a la cintura o con gafas correctoras de miopía, unidos en un sueño hecho realidad, volver a disfrutar a Barón Rojo con la formación que les dio la gloria, el grupo que marcó la historia del rock en nuestro país que volvía con energías nuevas, dispuestos a demostrar que nunca se marcharon, ni de los escenarios ni, mucho menos, del corazón de sus fans.

Ocho de la tarde, hora atípica para un concierto de Heavy Metal, con una sala repleta, casi sin espacio. Situando el cartel “No hay entradas” y disparando su precio en la reventa, cuando las luces se apagan y los acordes de “Concierto para ellos” dan comienzo a una realidad por tanto tiempo dilatada. Carlos y Armando, Hermes y Sherpa, los cuatro pilotos incombustibles al frente de un triplano glorioso se introducen en el espíritu de 2500 personas. Empiezan dos horas y cincuenta minutos sin espacio para el descanso. Casi tres horas en las que todas las canciones que han marcado una vida se desgranan en comunión entre el público y unos músicos que son tan sólo los ejecutantes de un espíritu compartido.

Sherpa sigue cantando como le gozábamos en aquellos lejanos ochenta. Armando no tiene manos, su Stratocaster es el apéndice de su expresión. Carlos, el perfecto complemento en el lateral de las tablas y al fondo el metrónomo exacto y exhaustivo de Hermes. La perfección y la encarnación de las bondades del Heavy Metal cantado en el idioma de Cervantes.

Letras premonitoras que fueron y siguen siéndolo, coros reivindicativos que no han de olvidarse y sobre todo sentimiento, de pasión, de felicidad compartida ante una música intemporal, que lleva a las gargantas a juntarse en un solo grito, Barón, Barón, Barón…

Tres horas en el Nirvana es poco tiempo, pero es el suficiente para saber que no todo está perdido. Que es posible disfrutar de todos y cada uno de los segundos que hacen de un concierto de Heavy Metal algo especial. No hay edades, no hay imágenes impuestas, no hay más que vida, roja y caliente.

Sudamos, sobre las tablas y frente a ellas. Levantamos el puño, exigiendo el espacio para la utopía. Esa que algunos pretenden escamotear desde púlpitos bien pensantes y cantamos, sobre todo cantamos, en un rito ancestral que hace a los seres humanos felices. Dejándonos llevar por melodías y ritmos, sintiéndonos flotar gracias a una banda que merece estar en lo más alto del Olimpo de las estrellas. Y que no lo está, porque ellos nunca dejaron de sentirse simplemente parte de aquellos que soñaron una vez con vivir la luz, con acariciar la guitarra, con respirar a todas horas las notas de una canción que hiciera estremecer.

Llega el final, sabiendo que siempre estaremos allí, conscientes de que siempre estarán allí, que son parte de nuestra vida y de nuestro corazón y volvemos a la realidad. Sin bajarnos de las alas de un avión con asientos para todos, cuya tripulación permanece al pie de la escalerilla sonriente y lanzando una idea simple, sencilla: Hermanos, volvemos a vernos muy pronto.

Texto: Fernando Checa García. Vídeos: Gatuperio